Alejandro Ribás se convirtió en
asiduo acompañante de Frida.
Observaba para con ella un
comportamiento respetuoso y comedido. Jamás de sus labios salieron insinuaciones
deshonestas, ni sus gestos fueron nunca los propios de aquel que busca saciar
placeres de inmediato. Pero aunque nunca expresado Frida intuía el deseo
masculino, columbraba el maremágnum de pasiones que se agitaba en lo más
profundo de su ser: sus ojos delataban lo que a las palabras había prohibido
manifestar.
El trato exquisito que le
dispensaba su pretendiente –sumado a su arrogante figura– tomó dimensiones
desproporcionadas ante los ojos de la romántica joven, que se supo pronta a
quedarse atrapada en la subyugadora tiranía del amor: "Trompetas y clarines. Banderas flameantes. Pasión. Sonrisas y lágrimas.
Enredos y secretos. Encuentros y desencuentros. Placer y tormento: Eros,
diabólica criatura.”
Frida vivía con fruición cada uno
de los instantes pasados en compañía del hombre que el azar se había empecinado
en cruzar en su camino. Estaba pletórica de felicidad. Aunque existía un hecho,
una sombra gigantesca e intimidante que cerniéndose sobre su cabeza amenazaba
con malograr su dicha: le había faltado coraje suficiente para confesarle a
Ribás su escabroso modo de ganarse la vida.
Los días y las noches pasaron en
un soplo. Marion regresó de su viaje, irrumpiendo en la casa hecha un
torbellino, abrazando a Frida, parloteando sin cesar. Contenta de hallarse en
terreno familiar, llorando y riendo a un tiempo procedió a desenvolver la
infinidad de paquetes que previamente había ido desperdigando sobre la alfombra
de la sala de estar. Vestidos, pulseras, collares, lencería, sombreros, amén de
exóticos objetos decorativos desfilaron ante la atónita mirada de Frida.
— ¡Mira qué negligé más divina te
he comprado! ¿Verdad que es preciosa? –y abrazando a su amiga, por enésima vez
exclamó–: ¡Qué guapísima estás! No me canso de repetírtelo. Sin duda te han
venido de perlas estas mini vacaciones.
— ¡Gracias! Tú también estás
guapísima. Es evidente que te ha sentado bien el viaje.
— Si supieras lo mucho que
deseaba regresar... Ese vejestorio me tenía harta. Es de un empalagoso que no
veas.
— ¡Cuán desagradecida eres, muchacha! Por lo que he podido observar, no te ha sido
negado capricho alguno.
—También es cierto. Te confieso
que me he sentido reina por espacio de quince días.
—Quizá lo apreciaras más en lo que vale si no estuviera tan pendiente de tus deseos. Si no fuese tan bueno, Marion...
—Si no fuese tan millonario, Frida... En fin, dejemos estar al vetusto señor –y emitiendo una sonora carcajada–. Necesitará semanas para reponerse de las intensas emociones que le he procurado. Hablemos de ti. ¿A qué te has dedicado durante mi ausencia?
Frida se mordió los labios, y arrebolada como una amapola respondió evasiva:
—He estado por ahí.
— ¿Hay algo que debería saber? –inquirió, escrutando el rostro de su amiga –ésta permaneció en silencio, pero el rubor que invadía sus mejillas fue una clara respuesta para la perspicaz Marion–. ¡Vaya! ¡No me digas que por fin has encontrado a tu soñado romeo! –Frida asintió con timidez–. ¿Sí...? Esto se pone interesante. ¿Quién es el afortunado? ¿Se trata de algún cliente? –la joven negó con la cabeza– ¿No? ¿Entonces no tengo la fortuna de conocer al galán? –y burlona– ¡Qué rabia me da!
—No te burles de mí.
—Nada más lejos de mi intención, querida. ¡Pero líbrame de esta intriga, por favor te lo pido!
—Lo cierto es que en cierta ocasión coincidimos en el compartimento de un tren. Y una vez más hemos vuelto a coincidir.
— ¿De modo que es el mismo hombre que te hizo huir despavorida?
—Es curioso: No recuerdo haberte comentado aquel incidente.
—Pues lo has hecho. Está visto que no se te puede dejar sola, chiquita. Me pregunto cuándo tenías pensado decírmelo.
—Estimé inoportuno comenzar a agobiarte con mis aventurillas amorosas.
—No argumentes excusas, ¿quieres? Barrunto que por alguna razón, que sólo tú sabes, hubieras preferido mantener en secreto esa relación.
— ¿Se puede ocultar la felicidad, Marion?
—No lo sé... Supongo que no.
—Alégrate por mí, querida amiga. Te aseguro que nunca me había sentido tan feliz como ahora.
— ¡Con razón yo apreciaba algo diferente en ti! Estás enamorada hasta la médula. No comprendo qué ha podido pasarte para que en tan poco tiempo hayas llegado a colarte por un hombre al que apenas conoces. El fulano debe de ser un portento, de lo contrario no me lo explico. ¿Lo es...?
—Podrás juzgar por ti misma cuando te lo presente.
— ¿Tan seductor es? Por fuerza ha de serlo para llegar a atontarte de esa manera. ¡Quince días...! ¡Sólo ha necesitado quince días para atraparte en sus redes!
Frida comenzó a describir al dueño de su amor, sin reparar en el ceño fruncido de su amiga.
—Me resisto a creer lo que me cuentas, querida. Demasiado ideal para ser cierto.
—Te aseguro que no exagero, incluso es posible que me haya quedado corta en alabanzas. De verdad es tal como te lo he descrito, Marion.
—Tu “verdad” no es sino una distorsión de la realidad, lo cual me lleva a considerar que en absoluto eres objetiva.
—Tienes habilidad para confundir, amiga.
—De veras no pretendo ser aguafiestas. Pero insisto: es sospechosamente ideal.
—Ocurre que eres demasiado desconfiada, Marion. El hecho de que hayas sufrido una mala experiencia no significa que todos los hombres se ajusten al mismo patrón de conducta.
— ¡Cómo te atreves...! ¿En qué te basas para dar por hecho que he tenido una mala experiencia? ¿Acaso te he contado alguna vez mi vida?
—Tu androfobia habla por sí misma. Has de reconocer que en lo concerniente al sexo masculino eres demoledora. Sabes, estaría loca si me dejara guiar por la opinión que tienes acerca de los hombres.
—Te digo que es perjudicial para la salud idealizar a hombre alguno. A todos les mueve un único propósito: follarnos. Lo peor de todo es que no se limitan a follarnos el cuerpo sino también la psique.
—Te estás poniendo grosera, Marion, y no comprendo por qué.
—Estás en lo cierto. No debería sentirme afectada por algo que no es de mi incumbencia. Ojalá esa persona te haga tan feliz como esperas. Pero yo que tú nunca bajaría la guardia, por si acaso. La vida nos da sorpresas, chiquita, y no siempre son agradables.
— ¿Por qué será que todo el mundo está empeñado en organizarme la vida?
— ¿Será debido a lo desvalida que se te ve...? Cambiando de conversación, ¿ cuándo tendré el honor de conocer a tu “príncipe azul”?
—No hasta que hayas enterrado el hacha de guerra. ¡No vaya a ser que me lo asustes y ponga pies en polvorosa!
—No hasta que hayas enterrado el hacha de guerra. ¡No vaya a ser que me lo asustes y ponga pies en polvorosa!
—Prometo mostrarme modosita.
—Ya. Si no te conociera... –dijo, y sus palabras sonaron huecas–. He de pedirte consejo, Marion.
—Claro. Tú dirás.
—Alejandro no sabe cómo me gano la vida. ¿Crees que debería decírselo?
—Me pones en un brete,
querida. ¿Cómo es él? Me refiero a sus ideas, claro está. Si es machista y harto posesivo mejor te abstienes de contarle
nada, al menos por ahora.
—No sabría decirte. Es muy
reservado.
—O sea, es un zorro de cuidado.
—No empecemos otra vez, por
favor.
— ¿Sabe de mi existencia?
—Le he dicho que compartía piso
con una amiga. Creo que debería presentártelo cuanto antes –dijo resuelta.
—Vale, de acuerdo. Pondré en
jaque mis dotes de psicóloga.
—Al menos, a diferencia de mí,
serás objetiva. ¡Marion, la guerrera irreductible, nunca se dejará cegar por
las apariencias! –ironizó, esquivando el manotazo que Marion iba a propinarle.
El teléfono sonó con insistencia.
Frida se apresuró a contestar: presentía que era su amor.
—Alejandro nos invita a cenar con
él.
— ¿Cuándo?
—Esta noche –y tapando el
auricular–. ¿Qué le digo, Marion?
—Dile lo que te venga en gana.
—Si estás cansada o no te apetece,
quedamos para otro día.
—Cuanto antes nos veamos las
caras, mejor.
—Vale. Entonces le digo que pase
a recogernos a las nueve y media.
—Tú misma.
© María José Rubiera Álvarez
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