Al filo de la amanecida, el convoy
recalaba en la metrópoli costeña.
Continuará...
© María José Rubiera Álvarez
Los viajeros, arremolinados ya en la
plataforma, se apearon del tren. Frida fue la última en apearse y tomar
contacto con el exterior. Un escalofrío recorrió su espina dorsal: la mañana se
presentaba gélida. El aire azotaba el
ramaje de los árboles. El frío, inusual para aquella época del año, le traspasaba
la vestimenta. Vio que el tren era engullido por la lejanía y sintió deseos de
llorar. De un manotazo se secó los furtivos lagrimones que afloraron en sus
pestañas. “Nada de lloros. Lo hecho, hecho está y es irreversible. Es hora de
despedirse del pasado y darle la bienvenida al futuro”, se dijo. Resolvió tomar
un taxi que la condujera al hotel más próximo. La recepcionista le recomendó
una suite en la séptima planta y ella asintió con la cabeza. Una vez se hubo
instalado, se dio una ducha. Luego se tumbó sobre el lecho y se arropó con el
edredón: estaba aterida. Horas más tarde se enfundó un vestido y se fue directa
a la cafetería. Ingirió un fortísimo café y se fumó un par de cigarrillos. Recobrado
ya el estímulo, se sintió con fuerzas para abordar la populosa urbe. Salió a la
calle y se sumó a la vorágine humana.
A partir de ese primer encuentro con la
ciudad, Frida dedicó las mañanas a pasearse y frecuentar tiendas, en las que dejaba
parte de su exiguo capital: compraba de forma compulsiva, actuando no como
quien está al borde de la ruina sino cual turista acaudalada. Las tardes se las
pasaba tirada en el lecho, sin otra aspiración que dejar la mente en blanco y
gozar de la morbosa placidez de ver extinguirse las horas. Algunas veces se
permitía recordarse que la estancia en el hotel le generaba un gasto al que en
modo alguno podía hacer frente. Sin embargo no hizo amago de buscarse
otro alojamiento, más en acorde con su esquilmado bolsillo.
Al cabo de un par
de semanas tomó conciencia de que le urgía encontrar trabajo. Aunque lo tenía
difícil: su progenitora la había educado para ser esposa, madre y por encima de
todo señora mantenida. Careciendo de titulación que la acreditara cualificada
para desempeñar una labor meritoria, sólo le quedaba la alternativa de emplearse
como doméstica.
En vano peregrinó de casa en casa. Sus
pretensiones de empleada de hogar se trocaron en frustraciones. De cuando en
cuando su empeño en encontrar empleo se veía recompensado con promesas
alentadoras, tras las que claramente subyacían proposiciones deshonestas:
estaba dotada de una carga erótica que la hacía ser constante objeto de deseo.
Poseía la sibilina cualidad de despertar ese instinto de cazador, inherente a
todo macho, debido al cual la presa –"ser inferior"– se presta a ser abatida,
disecada y colgada como trofeo, o bien domesticada y utilizada para goce
personal.
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