domingo, 17 de julio de 2016

El estigma de Urd (cap. I )


Frida observaba el raudo avance del convoy. Mantenía el rostro pegado a la ventanilla, presa de ese hipnótico efecto en el cual árboles, postes telegráficos, columnas de alta tensión… parecen adquirir cualidad animada y desplazarse en dirección inversa a la del vehículo en que viajamos. El firmamento lucía lóbrego, preludiando la tormenta que se avecinaba: en vano los rayos solares pugnaban por traspasar los entresijos de las nubes. El estío había llegado a su fin. El otoño dejaba sentir su melancolía.
Frida emitió un suspiro y apartando la mirada del exterior examinó el compartimento. En sus labios se marcó un mohín de fastidio. Hasta ese momento no había reparado en la advertencia de “no smoking”. ¿Cómo pudo habérsele olvidado que ya no se  permitía fumar en los trenes?  Lo cierto es que de un tiempo a esta parte parecía hallarse en la luna: se había vuelto olvidadiza, distraída... Tanto, que ni siquiera recordaba cómo ni cuándo había llegado a la estación, ni a qué hora, ni cómo había llegado a ocupar aquel compartimento. Ella, fumadora empedernida, ¿podría privarse de fumar durante horas? Su organismo clamaba por un cigarrillo y la prohibición, lejos de hacerla desistir, estimulaba aún más su ansiedad. “Después de todo, de decidirme a encender un cigarrillo no se originará un motín a bordo”, se dice, observando al único viajero que se halla al otro extremo de donde ella se encuentra. Enciende un cigarrillo,  da un par de caladas y saborea el humo con fruición.
—¿Acaso no sabe leer, señorita?
Frida se sobresaltó: la voz masculina sonaba a enojo. Confundida ante la inesperada admonición apagó el cigarrillo y arguyó una disculpa:
—Si se refiere a la prohibición de fumar, le pido disculpas –y mintiendo con descaro–. No me había percatado de su presencia.
—El mero hecho de disculparse no justifica su proceder. Por su culpa, desconsiderada señorita, me pasaré el resto del día incómodo –respondió malhumorado. Y estornudando repetidas veces se le oyó mascullar un airado “¡maldita sea!”
—Créame... Lo lamento.
—¡Esto rebasa el colmo del cinismo! ¡Es evidente que a usted le importa un bledo observar las reglas que hacen del civismo una virtud! –replicó cáustico el pasajero.
—No creo le asista derecho alguno a…
—¿Le parece insuficiente el derecho de usuario…?
—Ya le he pedido disculpas, con creces –afirmó Frida.
—¡Estúpida niñata…! ¡Váyase al infierno! –exclamó con acritud, sonándose la nariz con exagerado estruendo.
—¡Pero… ¿Quién se ha creído que es?!
El intercambio de denuestos estaba teniendo lugar sin que ninguno de los dos abandonasen sus respectivas plazas, aún más: el viajero ni se había dignado volver la cabeza en dirección a donde se hallaba Frida. Ella, retadora, sintiéndose incomodada y ofendida encendió otro cigarrillo. Esta vez el desconocido no manifestó su desagrado. Pasado un tiempo, Frida ignoró la presencia masculina, y abatiendo los párpados con indolencia se entregó a sus propios pensamientos. Había abandonado su hogar. Sí, había huido, al igual que un prófugo de la justicia: a hurtadillas, subrepticiamente. Ahora se preguntaba cuál habría sido la reacción del marido al descubrir la inesperada ausencia de la esposa.


© María José Rubiera Álvarez








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