lunes, 5 de marzo de 2018

El estigma de Urd (cap. XV)

A raíz de la discusión que sostuvieran, Marion acertó a comprender que a Frida le había tocado en suerte seguir los imperativos de su naturaleza romántica. Y sus labios no volvieron a formular argumento alguno encaminado a hacerla desistir de lo que a su entender podría considerarse una relación amenazadora.

Los días fueron sucediéndose sin alteraciones. Los tres jóvenes volvieron a compartir momentos de ocio, siendo Frida la organizadora de la reuniones, pues deseaba ver armonizarse a los dos seres que habían acaparado sus sentimientos: amor y amistad, siempre en ese orden. Si bien Marion continuaba albergando ciertas reservas respecto al pretencioso dandy –así solía calificarlo en su fuero interno–, se guardaba mucho de manifestarlo abiertamente. Frida se sentía dichosa de saberse amada por Alejandro, y Marion participaba, en cierto modo, de la dicha de la joven.
Los encuentros tenían lugar con frecuencia. Con su estricto sentido de la puntualidad, Ribás las aguardaba apostado ante el portal, siempre a bordo del automóvil –nunca había sido invitado a subir al piso que ambas compartían–, luciendo en sus labios un gesto crispado, el cual se trocaba en afectada sonrisa cuando las jóvenes hacían acto de presencia.

Aunque los tres se comportaban como seres civilizados, sería sólo cuestión de tiempo que la chispa saltase, dando lugar a la deflagración.

Era el atardecer de un hermoso día de finales de verano. El trío se hallaba sentado en la terraza de una cafetería. Incapaz de resistirse a su adicción a la nicotina, Marion encendió un cigarrillo. La espiral de humo alcanzó la nariz de Ribás, y sin mediar palabra alguna éste se abalanzó sobre la muchacha y arrancándole el pitillo de la boca lo estampó contra el suelo.

— ¡Asqueroso vicio...! –exclamó airado, al tiempo que estornudaba aparatosamente.

En un principio, Marion lo miró boquiabierta, sin acertar a emitir réplica alguna. Pero la reacción no se hizo esperar.

— ¡Cómo se puede ser tan maleducado! ¿Consideras acaso que todo el mundo ha de plegarse a tus caprichos? ¿De qué vas por la vida, grandísimo pedante...?
—Por favor, Marion, te ruego moderes tu lenguaje –intervino Frida.
—Pero... ¿Tú has visto lo que me ha hecho?
—He visto lo que le has hecho tú, y está claro que ha sido una provocación manifiesta –afirmó Frida, posicionándose a favor de Ribás.
— ¡Por todos los santos, Frida! ¿Eres consciente de que estamos al aire libre? ¿O es que tan  absorta estabas mirando al "aristócrata" que ni habías reparado en ello...? Es imposible que pudiera molestarle el humo de un cigarrillo que apenas si he llegado a enceder. ¿Tanto te ha lavado el cerebro que ya no puedes distinguir entre lo que está bien y lo que está mal? ¿Qué pócima te ha dado este hombre a beber, querida?
— ¡Ya está bien, Marion!
—No la regañes, Frida –amonestó Ribás con voz pausada.
— ¡Sé defenderme solita, Ribás! ¿Por qué razón intercedes por mí, cuando es evidente que la ojeriza es mutua? ¿He acertado, "caballero"? ¿Estimas que he dado en la diana?
—Te equivocas de medio a medio, Marion. Yo te aprecio.
— ¡Qué cinismo! ¡Ni te imaginas cuánto me conmueve tu magnanimidad!
—Pobrecilla. Te perdono cuanto digas, pues es evidente que actúas movida por los celos. ¿Verdad que no estoy equivocado? ¿No sería una buena ocasión para dar a conocer tu secreto, Marion?
— ¿Qué está ocurriendo aquí...? –preguntó desconcertada Frida.
—Es fácil de explicar. Verás, pequeña, resulta que esta señorita jamás verá con agrado nuestra relación. Está enamorada de ti. ¿Te atreverías a negarlo, Marion?
— ¡No puede ser cierto! –negó Frida.
—Lo es –afirmó Ribás, sin alterar ni un solo músculo de la cara–. Marion es lesbiana, cariño. ¿De veras nunca te has percatado de su desviación sexual?
— ¡No! ¡Dime que no es verdad, Marion, por favor! –suplicó con voz desgarrada, escrutando con avidez el lívido rostro de su amiga.
— ¿Qué quieres que te diga, Frida? ¿Acaso que es una vil calumnia? ¿Serviría de algo? ¿Estarías dispuesta a concederme más credibilidad que a este petimetre? Lo dudo. En fin, me temo que mi presencia está de más aquí. Será mejor que me vaya.
— ¡No te vayas! Despéjame antes la duda, por favor –suplicó Frida, dando rienda suelta a unas silenciosas lágrimas. Marion retuvo unos segundos las manos de la joven entre sus manos, y sin articular palabra abandonó la cafetería.
Frida estalló en desgarradores sollozos. Su inconsolable llanto comenzó a captar la atención de los ocupantes de las mesas contiguas, y Ribás, aborreciendo ser el centro de atención de miradas curiosas, la condujo hasta el aparcamiento. Una vez instalados en el automóvil puso rumbo a la colina. Allí, en el mismo escenario en que semanas atrás diera comienzo su romance, arropada por los viriles brazos Frida lloró durante horas. Los labios masculinos formularon sin cesar palabras de consuelo. Y avanzada ya la noche una Frida transformada, inyectada de nuevos bríos, entraba en el piso que hasta entonces compartiera con Marion.

—Hola, querida, ¿qué tal te encuentras? Sabes, estaba preocupada por ti –dijo Marion.
—Me encontraría mejor si accedieras a desnudar tus sentimientos. ¿Es cierto lo que ha dicho Alejandro? ¿Me amas, Marion?
—Sí, te amo. Pero no es el apetito carnal quien me mueve a amarte, sino un sentimiento mucho más elevado. Supongo que he visto en ti algo que he buscado sin tregua en los hombres, y que jamás he conseguido hallar: sensibilidad. Me haces sentir buena y pura, Frida. Tu presencia en mi vida ha sido una bendición para mí.
—Yo... No tenía ni idea... No podré seguir viviendo bajo el mismo techo que tú, Marion. Se me haría violento, bochornoso. Lo comprendes, ¿verdad?
—Lo comprendo.
—Dadas las circunstancias, no sería lo más indicado compartir piso contigo. Me sabe mal dejarte, pero me veo forzada a ello –insistió Frida, retorciéndose nerviosa las manos–. Lo lamento, Marion.
—Yo también. Pero no quiero que te preocupes por mí, sino por ti. ¿Dónde vivirás a partir de ahora?
—En el piso de Alejandro.
—Ya... Alejandro... ¿Le has dicho que te dedicas a la prostitución?
—Sí. Me ha costado tiempo y esfuerzo decírselo, pero al final se lo he dicho. Una relación estable no debe basarse en el engaño. Sería un mal comienzo, ¿no crees?
— ¿Cómo ha reaccionado cuando se lo dijiste?
—Bien. No pareció importarle en exceso.
—Me alegro por ti.

Marion fingió abstraerse en la lectura de una revista de decoración. Frida, comprendiendo que ya no tenían más que decirse, se dispuso a preparar las maletas y empacar cuantas pertenencias había ido acumulando a lo largo de los meses.

—Me llevo sólo lo necesario, Marion –dijo, personándose de nuevo en la sala de estar–. Mañana me ocuparé de que pasen a recoger lo demás. ¿Te importa...?
—En absoluto. ¿Por qué habría de importarme...? –fingía indiferencia, pero la humedad de sus pupilas delataba su auténtico estado de ánimo.
—Hasta pronto, Marion –y resistiéndose a que el abismo de la incomunicación mediara entre ambas–: Recuerda que siempre te consideraré mi entrañable mentora. Te quiero, amiga del alma.

Frida se fue cabizbaja,  entristecida. Y habrían de pasar horas antes de que en sus oídos dejara de resonar la voz de Marion: "Yo también te quiero. Nos vemos en breve, ¿vale? Pero entretanto hazme un favor: no olvides cuidarte mucho."

Marion y Frida, como simples mortales que eran, se verían obligadas a acatar las leyes establecidas por no se sabe cuál caprichosa voluntad. ¿Qué objetivo perseguía la madre Natura cuando tuvo a bien diseñar al ser humano? ¿Obedecemos en verdad a un sofisticado plan que nos impulsa hacia un destino concreto? ¿Tan fatídico es el desenlace y es por lo mismo que se nos ha vetado vislumbrar qué nos aguarda? Tal vez lo único que sí podría aventurarse es que desde el nacimiento hasta la muerte el individuo parece estar condicionado a seguir unas pautas repetitivas, tan indefectibles como ineludibles.

© María José Rubiera Álvarez